sábado, 15 de noviembre de 2008

Immanuel Kant: Ética del Deber

Es sabido que, la ética como conocimiento filosófico, pretende ser la reflexión que hacemos sobre “cómo” vivir satisfactoriamente. Esta reflexión comprende dos problemas fundamentales:

  • ¿Qué es una vida satisfactoria?. Es la búsqueda de la comúnmente llamada “felicidad”, lo cual constituye el aspecto material de la ética.
  • ¿Cómo es la mejor forma de actuar? Pregunta que se orienta principalmente por las normas de conducta, lo cual es el aspecto formal de la ética.

Ambos aspectos son parte de la misma reflexión que plantea el cómo vivir bien con-y-para los otros en instituciones justas.

Immanuel Kant[1], se inclina a buscar la repuesta a la segunda cuestión de la ética, es decir, la cuestión de las normas morales (denominada "el deber") . Kant piensa que teorizar sobre lo que nos hace felices es una discusión sin fin, pues considera imposible llegar a principios universales en cuanto al tema de la felicidad puesto que una teoría debe basarse en principios universales. En cambio, estos principios se encuentran sólo en el aspecto del “cómo” debemos actuar, es decir, en la ética formal.

Kant se orienta por aquello que cree común a todos los seres humanos: la razón teórico-práctica. Es decir, si usamos nuestra razón humana y si indagamos dentro de ella y seguimos las reglas del razonamiento lógico, entonces la razón nos dirá cómo es que se debe actuar. No hace falta que un principio exterior a nosotros (i.e. Dios, el sacerdote, la madre, el maestro, etc.) nos dicte pautas de acción. Todos y cada uno, pueden llegar a saber cómo actuar, siguiendo los principios de la lógica racional.

La ética kantiana es una ética autónoma (en oposición a la ética heterónoma, es decir, cuando se recibe de otro la instrucción de lo que es correcto hacer cualquiera sea su autoridad). Esto es: si se usa la razón, uno mismo puede “autodeterminarse”; pues esta razón indica que lo que cuenta no es “qué” buscamos-obtenemos o “cuándo” actuamos, sino el “cómo” debemos actuar. Los motivos éticos que guían los actos no deben ser según capricho personal sino por cumplimiento del deber que nuestra razón nos muestra. De esta manera, se plantean dos tipos de deberes o imperativos que la recta razón nos dicta en cuanto a comportamiento:

  • Los imperativos hipotéticos: Si quiero A debo hacer B, pero si no quiero A no tengo que hacer B.
  • Los imperativos categóricos: Debo hacer X en cualquier condición necesariamente (incondicionado, sintético-práctico y necesario).

Y de lo anterior se llega a 2 imperativos categóricos clave:

  • Tratar siempre al ser humano como un fin y nunca sólo como un medio.
  • Toda acción moral debe poder ser convertida en ley universal.

Sin embargo, no todo son luces en esta propuesta de Kant; más bien hay que considerarla sólo dentro del contexto de la época de la Ilustración. Hay que tomar en cuenta que en 1788 era aún inexistente La Genealogía de la Moral de Fiedrich Nietzsche; texto en el que expone que este afán racionalista de nulificar los deseos, las pasiones y en sí “la vida” a través del dominio de la razón científico-práctica, no es más que una muestra de la decadencia burguesa que, ante su temor a la vida, lucha por auto-domesticarse a través de la educación. Kant tampoco llegó a conocer la reflexión hermenéutica del siglo XX que se da entre filósofos tales como Michel Foucault (Las Palabras y las Cosas; El Orden del Discurso), Hans-Georg Gadamer (Verdad y Método), Paul Ricoeur (Los Caminos de la Interpretación; Existencia y Hermenéutica) ó Jürgen Habermas (Conocimiento e Interés); por mencionar sólo a algunos.

La ética kantiana no reconoce que la razón teórica (y menos aún la razón teórico-práctica) es una de tantas formas de razonamiento y quizá la más “desinteresada”. Los caminos de las distintas racionalidades, como formas de explicarnos y ser-en-el-Mundo, cruzan los valles de las distintas culturas, razas, sexos, edades, temporalidades y no conducen necesariamente todos al mismo fin.

Tampoco hay que dejarse llevar por la distinción que Kant hace del concepto del Bien. Existen numerosos ejemplos de experimentos socio-políticos en la historia de principios del sXX que son la excepción a la regla del bien común, pues el ser-humano de aquel siglo fue capaz de renunciar a muchos bienes para obtener cierto bien, y esto de por sí es interés. ¿Qué sentido tiene cumplir el deber si no se consigue el bien? ó ¿qué sentido tiene la norma ética aplicada a la vida misma si no es para vivir satisfactoriamente?. No obstante, Kant reconoce la dignidad humana, puesto que si el ser humano nunca puede ser visto "sólo como un medio", entonces mucho menos debe ser vista la vida humana como un medio para cumplir la “ley ética” (sino que la ley ética debe ser el medio para tener una buena vida humana).

Ahora bien, en cuanto a las empresas, los administradores se preocupan por infundir valores y pautas de conducta a sus trabajadores, lo cual se relaciona con la ética kantiana cuando se usan lemas tales como “llegar a la hora X” ó “transite siempre por la derecha”. Ésta ética es muy adecuada para dichos administradores porque convence y obliga al trabajador a cumplir con una serie de estándares de calidad de todo tipo; pero estos indicadores no son necesariamente de índole moral, sino que se excluye en la realidad el "sentido" de este cumplimiento, negando a los trabajadores no sólo bienes materiales tales como la remuneración debida, sino incluso hasta la posibilidad del descanso o la recreación necesarios para la vida. Pareciera ser que al sistema de producción impuesto por el neoliberalismo le viene muy bien la ética kantiana para aplicarla a los trabajadores, pues facilita la acumulación de capital; sin embargo, a los dueños del capital no les parece obligatorio seguir esta ética sino que prefieren una ética utilitarista y hedonista; en síntesis, se puede decir que existe una ética del deber para los trabajadores de la empresa coexistiendo con una ética del placer para los administradores del capital.

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[1] Kant, Imannuel. “Crítica de la Razón Práctica”. Traducción de J. Rovira Armengol. Ed. Losada, Buenos Aires (1961).

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Adam Smith

Este filósofo y economista escocés es el autor del Ensayo acerca de la Naturaleza y Causas de La Riqueza de las Naciones (1776), y es mundialmente reconocido como el padre de la moderna ciencia económica. En aquella obra, Smith trata de explicar los factores que determinan el progreso económico, y los medios necesarios para crear un ambiente favorable para un crecimiento económico sostenido. Los principales elementos de su teoría son usados como referencia por la mayoría de los economistas del siglo XX y sus recomendaciones para la política económica siguen vigentes en nuestra época.

Para este autor, el nivel del ingreso real per-cápita y su tasa de crecimiento dependen esencialmente de “la aptitud, destreza y sensatez con que generalmente se ejercita el trabajo”[1], lo que hoy en día se denomina productividad laboral. Las diferencias internacionales (e Inter-temporales) en la productividad corresponden a diferencias en el grado de división del trabajo.

El factor que condiciona la división del trabajo es la disponibilidad de capital, puesto que para lograr un mayor grado de división del trabajo es necesario proporcionarle a la fuerza laboral más (y mejores) herramientas y maquinarias para llevar a cabo la producción. Otro factor es el tamaño del mercado; las restricciones al comercio internacional tendrán efectos adversos sobre la productividad, ya que necesariamente limitan el tamaño del mercado, impidiendo la división internacional del trabajo. En cambio, el comercio libre y abierto (comercio exterior) tiene el efecto opuesto. Por último, un factor importante es un entorno político (y legal) favorable, lo cual contribuye significativamente a incrementar el flujo de inversiones productivas.

El problema del desarrollo económico es un problema institucional, pues hay que buscar el sistema que mejor garantice el pleno desenvolvimiento del potencial económico de una nación. La propuesta de Smith era que el estado tuviera una mínima intervención en la economía; la acción espontánea del mercado generalmente producirá una asignación óptima de los recursos a través de una mano invisible, maximizando el bienestar de la sociedad entera, independiente de las intenciones de los individuos involucrados. Por otro lado, pretender asignar los recursos por medio de un plan deliberado requeriría mayores esfuerzos y conocimientos que los que puede disponer cualquier individuo; incluso, la mera presunción de poder hacerlo lo descalifica para el efecto.

Para Smith, existe un elemento falso (y hasta ridículo) en la idea de un gobernante que pretende administrar la economía de su pueblo: “Es una vana presunción que sus príncipes y ministros pretendan velar sobre la economía de aquellos pueblos (...) cuando los más poderosos son los más pródigos de la sociedad. Velando aquellos sobre sus propios gastos, puede esperarse que sin otra diligencia contengan los suyos los particulares. ¡Si su propia extravagancia no arruina al Estado, nunca lo logrará la de los súbditos!”[2].

La teoría de Smith fue revolucionaria en su época porque contradecía directamente el pensamiento mercantilista que predominaban entonces. El mercantilismo era una doctrina que favorecía la amplia regulación de la actividad económica con vistas a la promoción de ciertos intereses nacionales. Uno de los postulados de los mercantilistas era que toda política económica debía evaluarse en función de su efecto sobre la provisión nacional de metales preciosos. Cuando escaseaba el metal-moneda, la política comercial debía lograr el mayor exceso de exportaciones sobre importaciones posible (es decir, una balanza comercial favorable), siendo ésta la manera de incrementar la provisión de metales preciosos. Para lograr una balanza comercial favorable el estado debía fomentar las exportaciones o restringir las importaciones por medio de intervenciones del gobierno diseñadas y administradas para el efecto.

Smith criticaba la errónea identificación de “dinero” con “riqueza”, puesto que estos dos conceptos representan aspectos diferentes; un incremento en la cantidad de dinero no constituye en sí mismo un incremento en la riqueza real del país. El descubrimiento de América es un ejemplo de esto: la importancia para Europa no se debió al influjo de metales preciosos, sino a la tremenda ampliación de los mercados que ocasionó. También criticaba el hecho de confundir fines y medios (tomando la “actividad económica” como un fin en sí mismo) olvidando que el propósito final de toda actividad económica es la satisfacción de las necesidades humanas.

Definitivamente, el gran desarrollo de la Revolución Industrial en Inglaterra durante el siglo XIX, se debió principalmente a la aplicación de los postulados de Adam Smith. En el siglo XX, la evidencia más clara se observa en el desempeño de los países subdesarrollados en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Algunos de estos países adoptaron políticas de desarrollo que protegían la industria nacional por medio de barreras arancelarias (y otras restricciones a la importación), medidas que significaron un desequilibrio: la producción nacional sustituía a las importaciones y esto hacía disminuir la exportación. El otro grupo de países, simbolizados por Taiwán y Corea del Sur, adoptó políticas de comercio exterior, integrándose al mercado mundial y abriendo sus economías nacionales a las fuerzas de la competencia internacional. Los resultados obtenidos se inclinaron enormemente en favor del segundo grupo de países, puesto que participaron más plenamente de los beneficios que proporciona el comercio internacional: mejor asignación de recursos, uso más eficaz de la mano de obra, generar mayores ingresos y el incremento del ahorro para futuras inversiones (caso contrario al endeudamiento del “Tercer Mundo”).

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[1] Cit: Cole, Julio. "El Modelo Smithiano" (Adam Smith). Artículo publicado por la revista del Centro de Estudios Económico-Sociales (CETES), nº 780, año XXXIV. Guatemala, agosto 1993.

[2] Ídem.